Triunfos y fracasos de un barista por un día
El relato de cuando desbloqueamos el nivel de baristas; o, más bien, cómo la pasamos el día que fuimos a hacerle culto al café.
Por Ricardo Vaquerano
Mi mayor temor era que nadie quisiera pedirme un café. Y yo, que me tengo bastante cariño, iba al Culto Market preparado para un escenario catastrófico: para afrontar el desdén y asumir la posible consecuencia de que el mismo día en que debutaría como barista podría ser también el del final de una brillante pero fugaz carrera…
¿Cuántas variables entran a la licuadora de la vida de barista para complicarle la existencia y hacerle protagonista de ese terrible meme que coteja “expectativa vs realidad”?
La mañana del sábado 1 de julio en el carro no cabía nada más. Con los asientos traseros plegados, con Cecibel estábamos por conducir hacia la sede del Culto Market, en San Salvador, donde las masas esperarían ansiosas nuestra llegada para que les preparáramos el mejor café de sus vidas. El habitáculo se llenó de bártulos. Corrijo: lo llenamos de bártulos. De cachivaches. Es decir, de chunches. Me explico: de los tiliches indispensables para montar un “stand” -como dicen quienes saben de esas cosas de ferias o festivales o mercados ambulantes- donde preparar buenísimos cafés.
Creíamos que habíamos pensado en todas las variables, incluido nuestro discurso. Y con la mente cafeteada y con el carro repleto, partimos.
Llevábamos desde una mesa plegable y un pequeño estante en forma de escalera, hasta nuestras pequeñas joyas convertidas en herramientas de trabajo: como equipo titular, dos cafeteras V60 de cerámica, una origami y una chemex. Asimismo, dos molinillos manuales Comandante C40, dos básculas electrónicas con temporizador y dos teteras eléctricas con vertedor en forma de cuello de cisne. Por último, dos servidores de cristal Hario. Ese era el equipo titular. En la banca teníamos una báscula electrónica adicional, una origami y una chemex más y dos molinillos eléctricos de muelas (¡prohíban los “molinillos” de cuchillas, por favor, pues en realidad no muelen el café: lo apuñalan, lo cortan de forma grosera y sin consistencia alguna!). Habíamos añadido una hermosa tetera con acabado de cobre lustrado y una singularísima cafetera japonesa labrada a mano por artesanos japoneses en una sola pieza de madera. Estos dos dispositivos cumplirían el rol de adornos en el estante.
También llevamos un par de banquitos, servilletas, vasos de cartón y agua. “Me sentiré feliz si nos piden 15 cafés”, le confesé el día anterior a mi coeditora en #EditoresDeCafé. Porque nuestro propósito no era “vender”, sino vivir por primera vez una experiencia de relacionarse con el público por medio del café servido en taza. O en vaso de cartón, mejor dicho.
La dulce materia prima
Por último, la lista incluía lo que daba sentido a aquella participación y que constituía una de las dos partes esenciales de nuestro menú: tres cafés de tres diferentes orígenes que nos parecían muy dignos de jactancia. Uno era un pacamara de La Laguna (en el complejo La Montañona), en Chalatenango, al que se le había puesto a secar después de quitarle la cáscara y sus mieles (“lavado” dicen quienes saben de esas cosas). Otro era también de la variedad pacamara, pero cultivado en las montañas de San Francisco Morazán, también en Chalatenango, y que había sido secado con todo y sus mieles después de descascararlo (aquí los especialistas dirían “proceso honey”). El tercer café era una variedad borbón procedente de la cima del cerro Cacahuatique, en Morazán, también en proceso honey.
El segundo componente de nuestro menú eran las tres opciones de cafeteras que llevábamos. Llevábamos un ingrediente adicional, pero convenimos en que lo mantendríamos oculto, salvo que alguien osara pronunciar en medio de un culto a los cafés especiales aquella palabra apócrifa por cuya sola mención uno puede ganarse el boleto directo al infierno de Dante: a-z-ú-c-a-r.
Llevamos azúcar porque nadie tiene por qué saber que el café con que se encontrará un día X no necesita ni un granito edulcorante porque la dulzura intensa natural que tiene es parte de sus mejores atributos. Así que confiábamos en que si alguien nos pedía azúcar para su café, el dios del café se apiadaría de esa persona y la enviaría, a lo sumo, al limbo. El dios del café es severo pero comprensivo.
Desembarcamos temprano y movimos los tiliches hasta el piso donde se celebraría el Culto Market y, aunque éramos madrugadores, ya estaban instalándose en aquel salón con aspecto de edificio abandonado otras personas. Montamos nuestra barra de café en un lugar que nos pareció adecuado por su cercanía a la toma de electricidad y porque nos ponía en lo que intuíamos podía ser junto a la principal vía para entrar y salir del local. Colocamos todo en su lugar y por último nuestro rótulo de Café Cereza en lo más alto del estante en forma de escalera. Se veía bien. Ahora, dijimos, probemos el equipo eléctrico: las teteras. Esos hermosos “picheles” de acero color negro mate en los que calentaríamos el agua para verterla con precisión sobre el café ya molido. ¡Primera sorpresa! Las terminales para conectarse a la electricidad eran abundantes pero carecían de algo importante: carecían de electricidad. Estaban muertas.
Consultamos varias veces mientras iban llegando otras ventas y el piso iba llenándose, y nadie nos pudo resolver el problema. Solución: desmontar nuestra barra de café y llevarla a otro punto donde sí hubiera acceso a electricidad. Eso hicimos. Probamos el equipo y todo funcionaba bien. Éramos vecinos de una máquina de acero cuyo propósito desconocíamos y habíamos quedado a unos 15 metros de la puerta de acceso a la sala. Eran las 9:30 de la mañana y faltaba hora y media para que el Culto Market abriera sus puertas y, con ello, para que mares de personas se abalanzaran sobre nuestra barra a pedir que les saciáramos su afán sibarita de sorber a pausas el mejor café de sus vidas.
Yo repasaba mentalmente: “Debo tratar de sonreír”. “Debo cuidar mi aproximación a quienes se acerquen, para no asustarles, para no fastidiarles, para no azorarles, para no caerles mal…” “Debo concentrarme en no cometer errores ni en el pesaje del café, ni en la temperatura del agua, ni en el peso del agua vertida cada vez sobre el café, ni en los tiempos entre cada golpe de agua…” Y me causaba un poquito de ansiedad otra posibilidad que en realidad era absurdamente remota: “¡¿Y si se aparecen Alejandro o William o Federico y me piden que les prepare un café?!” Esto me inquietaba de forma particular, porque prepararle una taza -perdón, un vaso- de café a un campeón mundial de barismo, a un tercer lugar mundial o al coach que ha ganado tres campeonatos mundiales entrenando a baristas de tres países diferentes sería, ciertamente, un gran privilegio, pero también, no nos demos paja, supondría un gran estrés. ¿Y si me preguntaban por qué vertía el agua de cierta forma y no de otra? En fin, tenía mi mente ocupada en esas grandes interrogantes que la humanidad se ha planteado a lo largo de miles de años.
Y se llegaron las 17:00 horas UTC (“tiempo universal coordinado”), que eran las 11 a.m. en San Salvador oeste. Y en San Salvador oriental. Y en San Salvador septentrional. Etcétera. Eran las 11 a.m. en El Salvador y en el Culto Market.
Nuestras miradas expectantes y ansiosas se encontraban con las primeras miradas curiosas, dubitativas, escrutadoras o exploratorias que desfilaban por la sala… en cosa de dos minutos se acercó Rodrigo. Ojeó la barra, la recorrió rápido y se detuvo en el menú. “¡Hola!”, dijimos. Tras un breve intercambio de presentación, pidió una V60. Y me dispuse a preparársela. Todo parecía estar muy bien… pero lo que no les había contado es que en lo que esperamos a que se llegara el momento de abrir las puertas al público, junto a nuestra barra se instaló un DJ que amenizaría la jornada y amenazaría nuestros oídos. Mi oído izquierdo recibió durante ocho horas la caricia de cientos de decibelios cadenciosos y durante todo el día lamenté no saber leer los labios de la gente para saber lo que querían decirme. En gran parte, aquello fue un ejercicio de deducción que permitió que, al final de la jornada, superáramos con éxito la barrera de los 15 cafés.
Rodrigo pidió el borbón honey del cerro Cacahuatique y, según lo dijo, le gustó mucho. Pero su preparación hizo aparecer en el escenario una variable que no habías contemplado: aquella música estridente que rugía a solo metros de donde preparábamos el café tenía un efecto desquiciador en las básculas. Ahora indicaban 15.9 gramos de café, y de inmediato la pantalla mostraba una caída a solo 9 gramos, para de inmediato volver a subir hasta los 15 o 16, y así, un caos de inestabilidad imprevisto que solo con la pausa de los sonidos más bajos nos dejaba leer con certeza el peso real de café y de agua que íbamos mezclando. Nosotros ya sabíamos que cuando se prepara café a la intemperie el viento puede ser un factor desestabilizador. Conspirador. Traidor. Y eso nos sucedía en el Culto Market. La física nos decía que las ondas sonoras se manifestaban en una perturbación violenta del aire, lo que generaba pequeños golpes de viento que engañaban a la báscula. Porque la física también nos decía que cuando el aire gana velocidad, la presión estática disminuye y ese es un fenómeno aprovechado en la aviación, por ejemplo, para ganar empuje ascensional. Lo mismo sucedía con nuestras cafeteras: el ¡bum, bum, bum! repetido causaba un aligeramiento que duraba un instante… ¡Pero ya dejemos hasta acá la clase de física!
En resumen, ese día preparamos 40 tazas -¡vasos, perdón!- de café negro de unos 195 mililitros cada una. Y en tres momentos de la jornada nos sentimos presionados por el agolpamiento de interminables filas de tres personas esperando su café, ¡y nosotros dándole al molinillo manual y purgando los filtros de papel y enjuagando las V60 y la chemex y la origami entre café y café, y rellenando nuestro depósito de agua cada vez con más frecuencia, y tratando de explicar lo que ofrecíamos a quienes se acercaban y tratando de dar más información a quienes hacían preguntas, que en realidad fueron más de la mitad de nuestros clientes…
Para nosotros fue un éxito nuestro estreno como baristas. Uno, claro, porque salvo un par de errorcitos, preparamos con éxito 40 vasos -hoy sí dije “vasos”- de café. ¿Errorcitos? Sí. Como que olvidaras activar el temporizador cuando comenzabas a preparar un café. ¡Por fortuna nuestra mente se ha habituado a estimar con bastante precisión tiempos y volúmenes! Por ejemplo, yo puedo tomar un puñado de granos de café y calculara cuando en mi mano tengo ya unos 15 o 16 gramos. Otras pequeñas complicaciones tenían que ver con que no es lo mismo preparar una taza que preparar dos simultáneamente, en lo que se refiere al tiempo de extracción. A más café, más tiempo tomará al agua pasar a través de la cama de café molido. Así que esas fueron minúsculas luchas que tuvimos que saldar durante aquella maratón de ocho horas.
El balance final, muy positivo. Nadie se quejó. O casi nadie se quejó. Sobre el café, todo mundo expresó el placer que les daban aquellas notas tan dulces y con unas acideces tan balanceadas y con aquellos amargos deliciosos de cacao, té negro o durazno sazón… Solo hubo una clienta que hizo un comentario: después de virar los ojos hacia arriba al dar el primer sorbo y decir “¡ay, qué dulce está!”, añadió: “Lástima que se interponen las notas de papel del vaso de cartón”. Y sí. Lo ideal es servir el café en tazas de cerámica o vidrio. El cartón y el metal ponen en nuestra boca sabores que contaminan las notas de la bebida. Y eso es un problema importante para aquellos paladares más entrenados. Pero esa queja vertida en palabras muy amables me alegró mucho porque tenía frente a mí a una jovencita que, pensé, sabía apreciar los cafés especiales.
Y les cuento algo sobre el azúcar que llevamos. Del total de, digamos, 50 sobrecitos, regresaron con nosotros solo… ¡50! Nadie. Óigase bien: nadie, ninguna de las 40 personas a quienes servimos Café Cereza en el Culto Market nos requirió azúcar. Solo hubo una joven que preguntó si teníamos azúcar y le dijimos que sí, pero le pedimos que antes de edulcorar su bebida le diera una oportunidad y la probara así. Y la probó y nos miró, sonriente y sorprendida: “¡No necesita azúcar!”
Así, a grandes rasgos, les he contado cómo inició mi carrera como barista. Y nadie me hizo caras malas. Y creo que no cometí errores relevantes en la preparación del café. Y nadie demandó azúcar. ¡Y qué alivio que no tuve que pasar el examen terrible de que un Alejandro Méndez o un William Hernández o un Federico Bolaños llegaran a pedir a este mortalísimo del café que les preparara una taza!
Y para cerrar, un corto video para que se imaginen el gran ambiente 🔊🔊🔊 🎶🎶
He leido un par de Notas, me parece de elogio lo que ustedes hacen para rescatar la cultura del café... me disculpo con Cecibel que la deje bajada que nos reunieramos, en otra oportunidad será... si me dejan un correo para contactarlos, mejor... Soy una persona que también estoy cercano a la agricultura del café
Felicidades por sus aciertos, desaciertos, fracasos, triunfo... pero lo que no se debe perder es la esperanza, la fe y la alegría...
Qué bonita y emocionante nota. Mientras leía, sentí el traqueteo divertido (y constante) de las bocinas que le pusieron ritmo y reto a este gran y prometedor debut barista. Felicitaciones. Gracias por compartir e ir armando camino para que más mortales como yo se vayan enamorando de este maravilloso y extenso universo del café nacional. Debo decir que hacen una gran labor al salvar a mortales del profundo infierno del azúcar. Qué viva el evangelio del café, el único que me gusta y respeto.